martes, 4 de octubre de 2011

Adiós

El corazón me latía fuertemente. Me parecía escuchar no solo el mío sino también el de Andreia quien estaba agotada por el esfuerzo. Nuestro campamento estaba ubicado en las faldas de un pequeño cerro que tenía cavidades grandes donde podíamos obtener un buen refugió e instalarnos debidamente para defendernos de cualquier inconveniente. Además habíamos montado guardia en la cima del cerro para tener una mejor vista.

Sabíamos  que la gran campana a la que llamábamos Spondylus solo era tocada en casos de extrema urgencia, de ataques al campamento. Y sabíamos que las luces violetas venidas de oriente eran el enemigo. Eran los Jinetes.

Ese era el nombre de los hombres sin alma, también llamados Mecas. Su misión era perseguirnos y darnos muerte porque nosotros éramos rebeldes que no aceptaban vivir en el Nuevo Mundo. Todo aquel que no viviera en las grandes Metrópolis de la nueva tierra, era cazado como alguna vez fueron cazados los animales.

Trepábamos lentamente uno de los lados del cerro, un poco por el cansancio y otro poco por el miedo a lo que fuéramos a encontrar.  Sin embargo no habíamos divisado humo proveniente del campamento. Eso nos alentaba.

Cuando logramos bordear el cerro, nuestros mayores temores se hicieron realidad.
Hombres y mujeres iban y venían como hormigas. Pude ver un par de personas tendidas en el suelo y supe que estaban muertos. Sin embargo no se parecía en nada a lo que realmente era un ataque de los Jinetes.

Andreia soltó un gemido de dolor al ver el campamento. Empezó a arrastrase cuesta abajo sin importarle nada. Yo me quedé muy quieto. Algo no encajaba, no estaba bien. Durante mi corta vida había vivido varios saqueos de campamentos vecinos y me había salvado dos veces de los Jinetes. Ellos no dejaban nada a su paso y sin embargo la gente del campamento estaba viva. Corrían desesperados de un sitio a otro buscando ayuda para los heridos o tratando de encontrar a sus muertos  pero el hecho era que había supervivientes.  Muchos más de los que generalmente sobreviven.

De  pronto recordé la voz de Nicos,  su amable sonrisa siempre presente en su rostro, su despreocupación por los temas serios de la vida, su gran bondad al cederme todas las noches el lugar más cercano al fuego de la estufa. Mi hermano, mi quinto hermano. Me quede muy quieto. Terriblemente quieto. No quería sentir, no quería pensar, no quería admitir que fue a el a quien vi primero entre todos, tendido en el piso. Inmóvil por siempre.

Ya no tenía lágrimas, las últimas se me fueron en mi balsa rota, mientras abrazaba a Andreia. Solo pude cerrar los ojos y sin pensarlo me puse a cantar.

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